¡El sexo como obligación!

Foto: El Universal COLPRENSA ©

Norma Bejarano Psicóloga-Sexóloga

El término obligación, considerando su origen etimológico, es usado frecuentemente como sinónimo de “deber”. Se supone que el deber obliga, prende, agarra; los deberes son obligatorios, atan (a ciertos preceptos), traban, coartan a la persona en el sentido de verse forzada. 

En épocas neoliberales, asuntos como el amor y el sexo parecen no ir de avanzadilla en muchas parejas. Mi neurona farandulera leyó hace algunos días el famoso ‘acuerdo’ prematrimonial de Jennifer López con Ben Affleck para tener sexo 4 veces a la semana;  los motivos van, entre otros, para que el guapo hombre no despliegue su fanatismo por los affaires. Nada más alejado de la realidad, pero teniendo en cuenta que son ‘estrellas’ no es rara una excentricidad más.

¡La tarea sexual! 

Hay cosas que carecen de sentido y utilidad. El sexo es un aspecto de la vida que se gusta y se disfruta así mismo sin orientarse a imposiciones, retos, obligaciones ni a fines superiores. La tarea o misión sexual desarrolla con el tiempo una postura al rechazo. En esta sociedad las negatividades como quehaceres, prohibiciones, castigos, se sustituyen por formas egoístas de bienestar. El sexo se despolitiza para convertirse en un asunto de control: el sometido no es consiente de su sometimiento. La figura del pacto fingirá como libre. Sin la aparente obligación, la autoimposición generará presión que cobrará factura, sobre todo si los sujetos no están estructurados emocionalmente, son inmaduros, no se regulan y a los que sólo los gestiona un acuerdo (escrito) para no incumplir: entre más ‘papeles’ para firmar más cortos de edad somos (kant, en Gallo Acosta). 

¡La exigencia de optimizar el sexo! 

El sexo que se asume como un deber dentro de una relación de pareja, (debo tener sexo equis veces a la semana) parece elegante pero no lo es. 

Existe el imperativo de que la sexualidad salva matrimonios, nutre el amor, blinda contra la infidelidad; puede que sí, pero no es una generalidad. La exigencia de optimizar el sexo en pareja es un ajustarse a relaciones de poder. Imponer sexo genera desajustes, el deseo no se puede domar, no se adiestra, no puede encasillarse; al sexo no le gustan los objetivos, el sexo contable a ciertos días impide el goce y reprime los deseos. Cada persona es autónoma, y está bien que entre parejas se pacten situaciones que se consideren oportunas dentro de sensatos límites, convenientes y plausibles para avanzar en la sociedad afectiva. Pero no es posible obligar a una de las partes a un número de relaciones sexuales porque coarta la libertad y afecta su moral sexual: se está forzando la capacidad de elección sexual de una persona. 

¡El sexo no es una obligación! 

La obligación puede estar enlazada a diferentes reglas: morales, políticas, judiciales, religiosas etc. Pero no al sexo. El sexo es placer y debe ir asociado a deseo y pasión, si se vive el sexo como un deber y se tienen relaciones sexuales porque toca, es probable que se generen insatisfacciones varias, corriendo el riesgo de matar la pasión, la fidelidad y el erotismo. El sexo por deber en la pareja no molesta, en apariencia. El deber gentil se muestra seductor y permisivo, y como se hace pasar por libre se hace invisible pero es sexo obligado. Esta suerte de vigilancia asume una forma distinguida y catastrófica.  El sexo debe ser un aspecto para sentirse bien desde la holgura mental, no una carga. Amanecerá y veremos en qué termina la cláusula ‘Bennifer’ cuando mermen las hormonas golosas. Complicada por la personalidad y gustos.

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