¡La variedad y diversidad de los deseos (eróticos)!

CRÉDITO: Norma Bejarano.

No todo nos resulta atractivo o atrayente, rechazamos ciertas cosas porque «eso no está bien», otras porque nos parecen aburridas y, otras porque nos causan ingentes repeluznos y repugnancias. Y si no es porque «no esta bien», por aburrición, o repelús, entonces rechazamos la cosa porque «no es normal».

Hay una frase del filósofo Nietzsche en -fragmentos póstumos- que dice: «No hay ninguna bella superficie sin una terrible profundidad»… La palabra «terrible» le pone un quid al asunto, por eso, antes de asustarnos con ella hay que intentar comprenderla. Y es que aunque nos hagan parecer tan limpitos y asépticos, nuestra condición humana y sexuada (la de todos) guarda una importante distancia con lo puro en inmaculado. El sujeto sexuado aflora, siente, duda, se arrepiente, navega por lo confuso, pero sobre todo por lo sincero cuando su profundidad se ve más como un potencial cultivable y no un como un trastorno curable. Nuestro misterio (aunque no lo crean) está en lo profundo. Precisamente por eso los sujetos somos profundamente bellos; «yo no sé qué, no sé dónde», y, el ‘sexo’ necesita del misterio.


¿Sólo en las películas?

«Qué horror esos gustos del señor Ruiz eso no es normal», «menuda pareja pervertida esa, de donde sacan los directores tanta locura», «vio a Brooklin el chico guapo de la serie, usted cree que es normal?». Creer que lo de ser peculiarmente deseantes hace parte únicamente de las películas y, no de nuestras cabezas, es negar un hecho, y si se nos  llega a pasar por la cabeza nos hacen pensar que necesitamos alinearnos los chacras o, hacernos baños purificantes con eucalipto. A los  procesos de normalización, de salud sexual y mental, hay que reprobarles  que han hecho de la sexuación, la sexualidad, la erótica, la amatoria, etc, en suma del hecho sexual humano, algo estéril, higienizado, y desapasionado. Al tratarse de los deseos eróticos podríamos decir que su número no tiene fin, y que sus actores no son de película, son sujetos de la vida cotidiana, cuya peculiaridad de sus deseos es rica, variada y diversa. Eso es lo que a los sujetos nos hace concretos, únicos, diferenciados y, esa diferenciación se da en todos los recovecos de nuestra condición humana sexuada. Muchas de esos deseos y peculiaridades han sido tildados en la historia de patológicos o de trastornos. De Amezúa: «Las peculiaridades han sido vistas tradicionalmente bajo la amenaza de los miedos, pero sabemos que los miedos no son sino la otra cara de los deseos y su inmensa polimorfia. Eros, en definitiva. Los deseos de los sujetos sexuados lo mismo que sus estructuras, son enormemente lábiles y sutiles. Por eso son muy variados».


¡Nadie es malvado por tener ciertos deseos!

Los usos problemáticos de los conceptos normal/anormal nos sostienen en escurridizas confusiones ya que sin querer o, queriendo nos deslizan entre lo bueno y lo sano de lo normal, y lo malo, riesgoso o nocivo de lo anormal. En – La salvación de lo bello-. Byung Chul Han escribe que «la proliferación de lo sano trae inmediatamente consigo la proliferación de la enfermedad» (…) la actual calocracia (la dictadura de lo aséptico, lo guapo, lo «normal», que absolutiza lo sano y lo pulido, justamente elimina lo bello. «Nadie es malvado por tener esos u otros deseos. Los deseos tienen esos sustratos de variedad y son muy comunes en los sujetos también comunes y no en sujetos clínicos (patológicos)». La malignidad es otra cosa.

Parafraseando a Amezúa ¿A qué tendremos que llegar para que los deseos (las peculiaridades), esas que la clínica llama parafilias, y que la gente que va por el andén llama, perversiones, dejen de ser miserables?

A lo que tendremos que llegar e insistir es en la educación sexual o de los sujetos sexuados para posibilitar el conocimiento necesario que haga comprensibles ciertos fenómenos y, permita poner en su lugar aquellos criterios clínicos, dónde, cómo dice Valérie Tasso, la rana puede devenir un príncipe y la calabaza un carruaje, (y) lo catalogado de feo y sucio pueda tener, (…), el brillo y el lustre de la lámpara de Aladino.

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